jueves, 9 de abril de 2009

Antú y Solsiré

Para contar esta historia, debemos usar nuestra imaginación y viajar a un hermoso pueblo sureño que estaba a los pies de la Cordillera de los Andes, rodeado por un espeso

bosque. Por aquí pasaban las aguas del Río Cristalino regando todos los cultivos del valle, alegrando a los habitantes con su canto suave y constante. Era el lugar predilecto de una gran cantidad de animales que disfrutaban la tranquilidad. Pero no eran los únicos. Había una niña que también era muy feliz viviendo en medio de esta maravillosa naturaleza. Su nombre era Antú, tenía ocho años y llamaba la atención por su larga cabellera de color azul oscuro, casi negro.

Era, por sobretodo, inquieta... siempre había algo que quería conocer y sentía que tenía que aprovechar cada momento del día. Antú tenía un afecto especial por Arimatu, la Sabia del pueblo, siendo uno de sus pasatiempos favoritos el escuchar las historias que ésta narraba. Las que más le gustaban eran sobre animales valientes y bondadosos. Arimatu siempre motivaba a Antú a explorar la naturaleza, observarla y reconocer en ella importantes lecciones. Por lo tanto, salir de excursión era otro de los pasatiempos favoritos de Antú.

Un día a comienzos de septiembre, salió de paseo y algo le llamó profundamente la atención... Era un ave que pasó volando y lucía un hermoso plumaje del mismo color que su pelo. Antú no pudo resistir la tentación y la siguió para descubrir de dónde venía. Quedó sorprendida cuando vio que descendía en picada y, sin detenerse en el suelo, agarraba un pequeño insecto. "¡Qué hábil cazadora!", pensó Antú. El pajarito repitió esta acción varias veces con la misma precisión y luego voló hasta un nido que se encontraba en un árbol cercano.

Con cuidado y silenciosamente, Antú se asomó por encima de una rama para observar. En el nido había varios huevos y el ave los acomodaba con gran ternura. No tenía gran tamaño; según Antú, era posible sostenerla en la palma de su mano. Pudo distinguir que no era completamente azul oscuro, tenía unas pequeñas manchas de color castaño en la frente y su pecho era blanco. Sus plumas eran lisas; las patitas, cortas y las uñas, firmes. Y su cola... Antú jamás había visto cosa igual: era horquillada, es decir, tenía forma de V.

Antú regresó corriendo al pueblo y buscó a la Sabia para preguntarle por lo que había visto. Después de escuchar la descripción del pajarito, una sonrisa se dibujó en el rostro arrugado de Arimatu.

"¡Es la golondrina bienvenida! ", exclamó, "Su llegada significa que se inicia la primavera… ¡las praderas se vuelven verdes, brotan las hojas en las ramas de los árboles, las flores se abren con esplendor y nacen las crías de los animales del bosque!". Esta noticia alegró mucho a Antú, porque sabía que los días comenzarían a alargarse, haría más calor y tendría más tiempo para recorrer y explorar. Así, con un sentimiento de gratitud hacia la pequeña golondrina, se fue a acostar esperando un nuevo día de aventuras.

Una hermosa mañana de primavera nació Solsiré. Ya era hora... porque se sentía incómoda, ¡había tan poco espacio para moverse y hacía tanto calor en el interior del huevo! El día que ocurrió este increíble suceso, Solsiré despertó con más energías que nunca. Trató de recordar cuánto tiempo llevaba ahí adentro y le pareció una eternidad, aunque sólo fueron quince días. "¿Será o no el momento de salir?" Decidió preguntar en voz alta. No obtuvo respuesta y volvió a intentarlo. Puso atención y escuchó los silbidos y gorjeos de sus hermanos... estaba impaciente por saber cuántos eran. Calculó que debían ser unos cuatro o cinco. "¡Cuánto ruido hacen!", pensó. No quedaba otra alternativa más que averiguar por sí misma si era una hora propicia para nacer o no. "Si quieres hacer algo bien, tienes que hacerlo tú misma", se dijo orgullosa.

Picoteó sin cesar hasta romper el cascarón, sintió el aire fresco, miró a su alrededor y vio que los demás aún no se asomaban. "Vamos hermanos, salgan", exclamó, "¡Ni siquiera han nacido y ya están atrasados!" Los días que siguieron pasaron rápidamente. Solsiré y sus hermanos conversaban y soñaban con grandes aventuras en el mundo que existía más allá del nido. Su madre, Ayeka, era muy organizada y se preocupaba de darles alimento varias veces al día. "Para volar hay que estar sano y ser fuerte", les repetía. Solsiré, que siempre tenía apetito, sentía que crecía cada vez más. Su padre, Kaze, tuvo que reparar varias veces el refugio que ya no soportaba el peso de los pichones.

Al cabo de tres semanas, Solsiré pensó que ya estaba un poco aburrida. Cada vez que se descuidaban sus padres, su curiosidad la llevaba hasta el borde del nido. Desde allí podía observar todo lo que sucedía en el bosque. Estaba deseosa de bajar hasta allá para conocer a los demás animales. Fue así que decidió que estaba lista aprender a volar.

Al principio pensó que bastaba extender las alas, pero no pasó nada. Decepcionada, intentó otra táctica. Esta vez, además de extender las alas, daba pequeños saltos. Pero tampoco obtuvo buenos resultados. "Parece que no vas a aprender a volar, sino a bailar", se burlaban sus hermanos. Pero, aunque se sentía haciendo el ridículo, no desistió.

Las ganas de salir a hacer nuevos amigos eran más fuertes. Solsiré se detuvo a pensar en su lugar habitual al borde del nido. No alcanzó a reaccionar cuando una ráfaga de viento la empujó… perdió el equilibrio y cayó al vacío. Hizo lo primero que se vino a su mente: extendió sus alas, las agitó lo más rápido posible y... ¡se sostuvo en el aire! ¿Qué era esto? Solsiré, encantada, se dio cuenta que podía subir y bajar: ¡Había aprendido a volar!

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